lunes, 1 de junio de 2015

El Ritual

El Ritual

Arcturus se sentía inquieto. Aquella noche cambiaría su destino. Cambiaría el mundo. Lo cambiaría todo. Su respiración, frenética y trepidante, competía con la del caballo sobre el cual cabalgaba, y con los cascos del animal que trotaba por el camino polvoriento. Los jirones de su manto escarlata danzaban en el viento bañados por la luz de la luna llena y las estrellas que titilaban en el cielo.

Miró al horizonte, y al final del sendero que dividía en dos la espesura forestal teñida de negro pudo divisar su destino. Una torre sencilla, de piedra gris, coronada por un tejado de madera a medio pudrir. Tenía ventanas pequeñas, del tamaño justo para dejar entrar el aire y a la vez retener los secretos que en su interior cobijaba. El portón de acceso era amplio y estaba custodiado en cualquier momento del día y de la noche por cuatro soldados armados hasta los dientes.

Arcturus conocía bien a los tipos de su calaña. Eran mercenarios, gente sin escrúpulos, sin valores y sin mayores metas que amasar dinero. Precisamente por eso eran perfectos para vigilar aquella entrada. No hacían preguntas, ni sentían interés o curiosidad por aquello que guardaban. Se les encomendaba una tarea y la cumplían con una gran eficacia. Cuando llegó hasta su posición, dos de ellos le cortaron el paso.

-¡Alto! -le espetó uno de ellos. Iba cubierto con una armadura de cuero rudimentaria y curtida en el combate, y tenía el pelo y la barba oscuros, largos y desaliñados. -¿Quién va?

El otro, con la cabeza afeitada y una armadura similar a la de su compañero, no hablaba, se limitaba a sostener una pica apoyada en la tierra y a observarle con paciencia.

Arcturus desmontó de un salto y se retiró la capucha que le cubría la cabeza. Los guardias lo reconocieron inmediatamente y adoptaron posturas más relajadas.

-Excelencia, disculpadnos, no le habíamos reconocido con el rostro cubierto -dijo el tipo de la cabeza afeitada.

-¿No veis acaso los colores del Círculo en mis ropajes? -preguntó con escepticismo.

-Si me permitís el atrevimiento, señor, un manto escarlata no es garantía de identidad alguna. Cualquier intruso podría presentarse ante estas puertas, incluso en estas horas de la madrugada, llevando ropas semejantes. Nuestra misión es velar por la seguridad de la torre y de todos los que se encuentran en su interior, tal y como nos ha encomendado la Sacerdotisa Cadwaine.

Arcturus resopló impaciente. No tenía ganas de discutir con esos tipos, y en el fondo tenían razón. Solo hacían su trabajo, e intentaban hacerlo lo mejor posible.

-Gracias, soldados. Si me lo permitís, voy a entrar. Tenemos cosas que hacer.

-Por supuesto, Excelencia. Entrad, por favor -dijo el tipo de la barba, y ambos se retiraron para que pudiera pasar.

Arcturus le entregó a uno de ellos las riendas de su caballo para que lo condujera a los establos y se dirigió hacia el portón. Los otros dos guardias permanecían uno a cada lado de la entrada, sosteniendo con ambas manos sus picas y con la mirada perdida en el horizonte. 

Cuando cruzó el umbral ni le dirigieron la palabra, como si fueran dos estatuas de piedra inerte en lugar de personas.

El interior de la torre era tan rudimentario como el exterior. El suelo, las paredes y los peldaños de las escaleras estaban hechos de bloques de piedra unidos entre sí con argamasa. En las juntas de la roca crecía el musgo, y la torre entera hedía a humedad como una cueva a la que jamás entra aire limpio. Arcturus subía los peldaños de forma enérgica, casi ansiosa. Estaba expectante ante lo que le depararía aquella noche.

-Estábamos esperándote -anunció una voz cuando por fin subió todos los peldaños del antiguo edificio y llegó a la sala que se encontraba en la cúspide. -Arcturus Machel, maestre del Círculo de Cerridwen, bienvenido a la Atalaya.

Aquella voz pertenecía a una mujer que pasaba la treintena, cuya mirada se encontraba perdiendo la candidez de la juventud. Sus cabellos cobrizos comenzaban a salpicarse por la plata de las canas, lo que le daban cierto aire de sabiduría. Vestía las mismas prendas carmesíes que Arcturus, al igual que los otros presentes en la estancia.

-Cadwaine Brizna Danzante, Gran Sacerdotisa del Círculo y Madre de todos nosotros. -contestó a las palabras de la mujer. -Hermanos. Siento la tardanza, pero los astros complicaron mi viaje. Me regocija poder encontrarme de nuevo con todos vosotros. Al fin ha llegado la noche en la que todos nosotros trascenderemos. El Alba brilla en el Este.

-¡Y su fulgor nos baña! -gritaron todos los presentes en la sala al unísono en respuesta.

Contando a Arcturus y a Cadwaine, en aquella sala se encontraban veinticinco personas. Eran de diferentes procedencias, y de diferente edad. Pero todos ellos tenían algo en común, sus prendas y su determinación. Vestían el manto escarlata característico de la orden, y la mayoría llevaban los rostros cubiertos. Además de Arcturus y Cadwaine, los que dejaban ver su rostro eran Claire Dupont, la cultista más joven de la orden, Tobias Blacksmith, un muchacho idealista, soñador e ingenuo de cabellos del color del trigo y ojos celeste, y Alexandro Delalba, un hombre ya entrado en los cuarenta con entradas incipientes y el rostro cubierto por una fina capa de barba gris y negra.

Todos los presentes estaban dispuestos en semicírculo alrededor de siete marcas dibujadas en el suelo. En cada una había trazado un símbolo arcano que representaba cada uno de los pecados capitales. De las paredes colgaban velas a medio derretir que llenaban la estancia de luces y sombras con sus fuegos danzantes, e incensarios cuyos humos aromáticos ayudaban a los presentes a concentrarse y a preparar su energía para el ritual que estaba por desarrollarse.

Arcturus y Cadwaine tomaron posición en el centro del semicírculo, entre las marcas rituales trazadas con tiza.

-Hijos míos -dijo Cadwaine casi en un susurro. -Ha llegado el momento decisivo. Esta noche convocaremos al Príncipe Agitador y lo doblegaremos a nuestra voluntad. Gracias a su poder crearemos en el mundo un nuevo orden, una nueva religión y una nueva sociedad. Instauraremos el gobierno de los justos y los sabios, y la humanidad trascenderá hacia un nuevo estadio. Pero para ello... Siete inocentes se sacrificarán esta noche por el bien de los demás.

-¡No! -gritó Tobias, incapaz de reprimirse. -¡Debe de haber otra forma de hacerlo! ¡No tenemos derecho de elegir quien vive o muere!

-¡Cállate, necio! -le increpó Claire. -Aún no somos dioses, tienes razón. ¡Pero lo seremos! ¡Ha llegado el Amanecer, y nos elevaremos para guiar a los demás hacia una era de verdad y paz! ¡El Alba brilla en el Este! -gritó la chica con todas sus fuerzas, con sus ojos marrones inyectados en fervor.

-¡Y su fulgor nos baña! -respondieron los demás, ahogando la respuesta de Tobías.

-Hijos míos -dijo Cadwaine. Calmaos. -La mujer se acercó a Tobías y le acarició el rostro suavemente con gesto maternal. -Tobías, eres el más puro de corazón y noble de cuantos hay en esta sala. Pero también el más impetuoso e ignorante. Sé que lo que estamos a punto de hacer es aberrante y merece un castigo más que una recompensa. -Los ojos verdes de la mujer miraban fijamente los del muchacho, que parecían a punto de estallar en lágrimas. -Me conoces bien, y sabes que jamás haría algo así si pudiera evitarlo. Pero es necesario.

Las calles de nuestras ciudades están llenas de niños huérfanos que mueren de hambre, de hombres acaudalados que abusan de su poder para tratar como escoria a los más desafortunados, de personas sin un hogar que agonizan en los callejones mientras los perros hambrientos devoran los dedos de sus pies. ¿Es ese el mundo en el que quieres vivir?

El muchacho miró a la Gran Sacerdotisa por un instante, como digiriendo las palabras de esta.

-No, Madre -respondió finalmente.

De uno de los bolsillos de su túnica, Cadwaine extrajo un cuchillo en cuya empuñadura estaba tallado uno de los símbolos dibujados en el suelo y se lo entregó al muchacho.

-Esta es la llave de nuestro nuevo hogar. ¿Estás preparado para crear un mundo perfecto?

-Sí, Madre -dijo el muchacho apretando con fuerza el pomo del arma. -¡El Alba brilla en el Este!

Cadwaine se acercó a un arcón colocado en un rincón de la estancia, y tomó del mueble varios cuchillos más. Así, repartió entre los cultistas trece cuchillos adicionales, dos por cada marca en el suelo. A continuación repartió también siete pañuelos blancos, cada uno adornado con uno de los símbolos. Finalmente, a Arcturus le ofreció un espejo de alabastro, a Claire un pequeño cuenco de metal y a Alexandro una campana quebrada del tamaño de una jarra. Cuando terminó de repartir todos los utensilios necesarios, volvió al centro del semicírculo.

-Está todo dispuesto -anunció mirando a los presentes. Solo queda que entren los sacrificios. Por favor, Edmund, Lucilla, ¿podéis traerlos?

-Sí, Madre -dijeron dos de los encapuchados al unísono, y ambos se dirigieron a una pequeña sala contigua cerrada desde fuera con un pesado cerrojo. Abrieron la puerta y entraron, y momentos después salieron encabezando una funesta comitiva. La mujer encapuchada sujetaba una cadena de metal, la cual retenía a siete personas de edad y apariencia diferentes. El primero era un hombre rubio y delgado de mediana edad, seguido de una mujer voluptuosa de cabellos largos y negros, una anciana desdentada de rasgos grotescos, un jorobado disminuido, dos mozos fornidos por el trabajo en el campo y una niña.

Todos caminaban arrastrando los pies y con la mirada perdida, como si se encontraran bajo los efectos de alguna sustancia. Sin duda, Cadwaine había ordenado administrarles alguna droga previamente para anula su voluntad y que no presentaran ninguna clase de resistencia para celebrar el ritual a la perfección.

Lucilla se descubrió la cabeza, dejando a la vista su cara deformada por una terrible quemadura y sus cabellos rojos, rizados e indomables.

-Las víctimas se presentan ante el Círculo de Cerridwen -dijo con su voz aterciopelada. -Todas ellas han sido sorprendidas violando alguno de los pecados capitales, males de los hombres débiles ante el vicio. Todas ellas se reconocen como seres entregados al pecado sin salvación posible. Todas ellas están preparadas para dar su vida a cambio de un mundo mejor.

-El Círculo agradece a estas pobres almas su dedicación y su sacrificio -recitó Arcturus. La Gran Sacerdotisa alzó sus manos en el centro del semicírculo, y a su vez continuó con la oración.

-Y bendice con la Luz del Alba su existencia, a punto de ser entregada a la negrura de la noche, que vuestro fulgor sirva para derrotar de una vez por todas a los moradores de la sombra.

-Sombra que cubre el mundo de mentiras y velos. Sombras que engañan los sentidos de los débiles e ingenuos -contestaron los otros veinticuatro cultistas.

-Desencadenad a los sacrificios -ordenó Cadwaine con tono solemne. -Y que tomen posiciones.

Lucilla y otros cultistas desencadenaron a las siete víctimas, y poco a poco las fueron colocando en cada una de las marcas del suelo. Detrás de cada uno de ellos se colocó un cultista, agarrando a cada víctima por debajo de las axilas. Los encargados de sostener a la víctima llevaban sobre los hombros los pañuelos blancos bordados.

Una vez colocados, Arcturus se acercó a ellos uno por uno, y reflejó el rostro de los sacrificios en el espejo de alabastro negro.

-Este espejo es la Ventana al Abismo. Que tu alma vislumbre su nuevo hogar -repetía cada vez que reflejaba un rostro.

Repetido el proceso siete veces, volvió al centro, junto a Cadwaine. Edmund y Lucilla ya se habían colocado junto a uno de los chicos jóvenes, sosteniendo los cuchillos de la Envidia. Tobías sostenía el cuchillo de la Gula, y estaba junto a la pequeña. El cuerpo desnudo y rechoncho de la misma era un esperpento de una mujer, como un camino a medio construir. Un sendero que ya jamás llegaría a destino alguno.

-Todos habéis visto la Negrura del Ocaso. Hogar de tinieblas y sombras -recitó Cadwaine.

-Sombras que cubren el mundo de mentiras y velos. Sombras que engañan los sentidos de los débiles e ingenuos.

-Vuestro viaje empezará pronto -prosiguió la Sacerdotisa. -Recorreréis las Estancias del Umbral, y vuestro alma será engullida por la Noche para siempre. Pero la Luna guardará vuestro descanso, y seréis recordados como estrellas titilantes que aguardan el amanecer. Porque el Alba brilla en el Este.

-Y nos baña con su fulgor.

-La Campana de Vardheim guiará vuestras almas a su nuevo hogar. Limpiarán vuestro pecado y vuestra alma quedará impoluta. Al igual que la limpiarán estos cuchillos consagrados, que os arrebatarán el pecado y la vida. Seréis así almas puras sin lastre alguno, libres para ser entregadas al Abismo. Trece campanadas para quebrar el umbral y limpiar la esencia. Trece cuchilladas para preparar el viaje.

Tras estas palabras, los catorce cultistas armados con cuchillos prepararon sus armas, y Cadwaine y Arcturus comenzaron a recitar un cántico en una lengua antigua. Sin más, Alexandro empezó a tocar la campana, y los cuchillos comenzaron a hundirse en la carne de las víctimas, dos por cada sacrificio, hasta un total de trece veces.

Finalmente, Claire se acercó a cada uno de los sacrificios moribundos. Fueron rematados uno a uno, rasgando sus gargantas con los cuchillos, y la joven recogió la sangre de todos en el cuenco de metal.

A continuación le entregó el recipiente con el macabro contenido a la Suma Sacerdotisa.

-Esta sangre es el puente entre el ayer y el mañana. El pago por un futuro mejor, lleno de prosperidad y paz. Yo te convoco, Efrigis, Príncipe Agitador. Acepta estas almas y escucha nuestra voluntad.

Mientras recitaba estas palabras, Cadwaine derramó la sangre en el centro de la estancia, entre las marcas sobre las cuales yacían los siete cuerpos sin vida. Fue vertiéndola con cuidado hasta formar un círculo. Cuando el círculo estuvo completo, todas las velas de la sala se apagaron, y la sangre comenzó a brillar. Todo se iluminó de nuevo ante el fulgor del círculo rojo brillante. Y del mismo, comenzó a surgir una gran cantidad de humo espeso, una especie de niebla sobrenatural que cubrió la sala entera en apenas un minuto.

Entonces, entre la espesura gris y roja, comenzó a surgir una forma. Era alto, medía más de dos metros, y de su frente se intuían dos largas astas. Su cuerpo desnudo era musculoso y proporcionado, como una estatua helénica, y de un color tan negro como el espejo de alabastro, que se quebró en mil pedazos en las manos de Arcturus. La campana se escapó de las manos de Alexandro y, flotando en el aire, comenzó a repicar frenéticamente.

Pero lo que jamás olvidarían los allí presentes eran los ojos. Esos ojos. Efrigis tenía una mirada terrible, como la de quien te observa y lee en ti, en tus recuerdos, en tu misma esencia, como si tuviera en las manos un libro abierto. Y lo peor es que esos ojos reflejaban cuanto veían en tu interior, te lo restregaban por la cara, te clavaban tus propios pecados por el cuerpo como si fueran un millar de agujas. Era una mirada insoportable.

-¿Quiénes sois vosotros? -preguntó el demonio en tono jocoso, mirando a su alrededor esbozando una sonrisa socarrona. -Vaya carnicería -dijo para sí al mirar los cuerpos tirados en la piedra gris salpicada por la sangre.

-Príncipe Agitador, somos el Círculo de Cerridwen, y exigimos que nuestro sacrificio sea escuchado y compensado.

Efrigis miró a Cadwaine, y un escalofrío recorrió la espina de la mujer. Tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para no estallar en lágrimas ante la mirada de aquel ser infernal.

-¿Pretendes obtener mi poder con ese sacrificio? ¿Qué clase de insulto es ese? -masculló el demonio.

-¡Demonio! ¿Osas llamar insulto a este ritual? ¡Hemos trabajado mucho para llegar a este momento!

Efrigis dejó escapar una sonora carcajada, y las paredes de la estancia temblaron y se agrietaron.

Tienes agallas para hablarme así, zorra estúpida. Veamos.

Se acercó a los cuerpos sin vida, y los inspeccionó uno a uno con parsimonia, como quien mira los productos en un mercado antes de comprarlos.

-¿Pretendes que me crea que esta gente ha muerto voluntariamente? Cerda asesina, los has drogado.

Cadwaine bajó la vista, y no supo qué contestar. No sabía qué hacer para solucionar la situación.

Arcturus se acercó a ella y la tomó de la mano. Los demás miraban estupefactos al demonio, algunos de ellos temblando, otros rezando las oraciones que sabían o arrepintiéndose por lo que acababa de pasar en aquella estancia.

-Y exactamente -prosiguió Efrigis mientras se acercaba a paso lento hacia Cadwaine -¿por qué hacéis esto?

-Mi se... mi señor... -titubeó la mujer, sintiéndose insignificante e indefensa ante aquel ser convocado. -Solo buscamos la paz, cambiar el mundo a un mundo mejor.

Efrigis rió aún más sonoramente que antes, y cayeron algunos trozos de roca del techo.

-¿Crees que asesinar a siete inocentes y convocar a un demonio, que todo sea dicho, tiene como sobrenombre Príncipe Agitador, te va a dar paz y a prosperidad? Creo que algo falla, "sacerdotisa".

Alexandro no podía aguantarlo más. Cadwaine tenía la mejor de las intenciones. Quizás lo de aquella noche había sido una aberración, pero el hombre conocía a la sacerdotisa desde que era una niña. Sabía que no era una mala persona, sino alguien con unos ideales fuertes y férreos. La fe lo era todo para ella. Por eso siempre había sabido que el Círculo no podía tener un líder mejor. Se apresuró hacia Efrigis, y se arrodilló frente a él, clavando la vista en el suelo.

-Mi señor, puede que hayamos cometido un error esta noche. Solo somos humanos preocupados por nuestros hermanos. Pero si lo que necesitáis es un alma que se entregue de forma voluntaria, llevadme a mí. Que vuestro tormento se cebe con mi ser. Dadme a conocer todos y cada uno de los castigos del Abismo, y que mi alma jamás conozca el Alba fulgurante.

Efrigis se arrodilló junto a Alexandro y le dio un beso paternal en la frente.

-Pobre criatura -dijo mientras sostenía con una mano la barbilla del hombre y clavaba sus pupilas terribles en las de Alexandro. -Si quisiera, podría llevarme todas vuestras almas con tan solo un chasquido. Tanto si queréis como si no.

Empujó a Alexandro casi sin fuerza, apenas rozándolo con un dedo, y el cuerpo del cultista voló por toda la habitación hasta que sus huesos crujieron contra un muro de la estancia. Después se incorporó, y caminó hasta colocarse de nuevo en el círculo de sangre que aún iluminaba la estancia con su brillo funesto.

-Círculo de Cerridwen. Os atrevéis a consideraros dignos de juzgar quién merece vivir y quién no. Capaces de abrir las Puertas de Alabastro y de utilizar a los de mi estirpe para cumplir vuestros designios. ¿Creéis acaso que sois más que los otros hombres? ¿Que podéis ser quienes guíen a vuestros hermanos en una transición hacia un mundo mejor?

Estúpidos ignorantes. Mientras quede un solo hombre o mujer sobre la faz de vuestro inmundo planeta, jamás existirá un mundo mejor. Porque la maldad y el vicio os componen. Sois buenos por naturaleza. Pero también sois corruptibles. Débiles. Maleables. Llegáis al mundo blancos, inmaculados, como un lienzo, y los vuestros os tiznan y ensucian sin aprecio alguno. Mientras el mundo el mundo, el hombre jamás conocerá la armonía. -Efrigis escupió ante sus pies, liberando así su maleficio. Pero aquella no fue la única maldición que los cultistas escucharon esa noche.

-En cuanto a vosotros, os merecéis el más terrible de los castigos por lo que habéis hecho esta noche. Habéis segado vidas inocentes. Habéis intentado esclavizar a uno de los Señores Negros. ¡OS HABÉIS CREIDO DIOSES, MALDITOS ENGREIDOS! Por vuestro pecado, yo os condeno.

Os despojo del derecho a la vida. Ya que os pensáis dioses, sed dioses. Por lo que también os despojo del derecho a la muerte. Os creéis los verdugos del mundo. Dignos segadores de hombres. Por esa razón, solo podréis encontrar el descanso a manos de uno de vuestros hermanos. ¿Os gusta matar? Pues habréis de daros muerte entre vosotros. Pero ni en la muerte encontraréis descanso, pues vuestra alma será absorbida por aquel que os la arrebate, y un nuevo humano ocupará vuestro lugar, por lo que vuestra guerra durará tanto como el mundo que habéis mancillado con vuestro crimen.

Habéis mostrado un desprecio profundo por los de vuestra especie. Sed pues engendros de odio. Os maldigo a despreciaros los unos a los otros, a sentir rencor por vuestros hermanos y a desear la muerte de los mismos. No podréis coexistir bajo el mismo techo ni bajo el mismo cielo sin sentir el impulso de arrebataros la vida.

Queréis poder para cambiar el mundo. Os lo ofrezco. Queréis que tome vuestras almas para saciar mis caprichos, y yo las repudio. Todas y cada una de ellas. No las quiero. Os las quedaréis, y usaréis las mismas para alimentar vuestros nuevos poderes demoníacos. Fragmento a fragmento, consumiréis vuestras almas cada vez que recurráis a vuestro poder, y cuanta más os falte, más ansiaréis devorar el alma de vuestros hermanos. Veréis que cuanto hacéis es fútil, que aún con el poder del Abismo, no sois más que moscas intentando, con su insignificante vuelo, quebrar un grueso cristal.

Tras pronunciar tales palabras, Efrigis miró a cada uno de los miembros del círculo, uno a uno, pronunciando su nombre mientras los miraba a los ojos. Acto seguido, volvió a escupir en el suelo y, antes de desaparecer entre la niebla, susurró.

-Tal será vuestro castigo.


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